ow are you, mate?”, preguntó. “Alejandro”, le respondí, creyendo que me preguntaba por mi nombre. Después de un tiempo entendí la cara de sorpresa que me puso el australiano con mi extraña respuesta a la pregunta: “¿Cómo estás, amigo?”. Pero bueno, nada que algunos meses en el país de los canguros no pudiera aprender.

¿Por qué Australia? La verdad no lo sé, me dijeron que se pasa bien, hay buen ambiente y pagan la hora como si uno fuese gerente de una multinacional. Y así comencé lo que sería el mejor año de mi vida.

Destino: Sidney. Llegué a Bondi Beach, una pequeña localidad playera de no más de 10.000 habitantes, donde puedes encontrar múltiples nacionalidades. Todo ocurre en un ambiente sin muchas preocupaciones, donde el deporte es obligatorio al igual que el “happy hour”. Se pueden ver australianas vestidas de gala, que se pasean para mostrar sus últimas adquisiciones y su escultural cuerpo.

La primera noche llegué a la casa de un amigo chileno para una fiesta, con la esperanza de conocer alguna australiana o europea. Fuerte impresión tuve al ver 40 chilenos rumbeando al ritmo de Juan Luis Guerra y tomando un vino que era de todo, menos vino. Distintos datos de trabajo, consejos y amigos salieron de esa noche donde todos recalcaban “bienvenido al paraíso”.

Como mi dominio del inglés era muy malo y el acento de los “aussies” no ayudaba mucho, decidí tomar un curso de un mes. Si bien me sirvió para lograr fluidez y confianza, fue más bien un mes para jugar fútbol, de asados y fiestas con mis compañeros, de reírme y conocer a muy buenas personas. Después de haber obtenido mi diploma que significaba que ya podía entender que “mate” no era nombre sino que amigo, decidí que era hora de conocer un poco este país.

Destino: costa este. Junto a un amigo nos armamos de valor y por tres semanas recorrimos distintos lugares increíbles, arrendamos una camioneta para cruzar la isla de arena más grande del mundo y estuvimos acampando durante dos noches junto a cerca de 20 personas.

Distintos lagos, reservas naturales, playas paradisíacas con mucha fauna salvaje como los famosos canguros y koalas, fiestas con turistas de todo el mundo, saltar en paracaídas, recorrer mucho y dormir poco fue la tónica de estas tres semanas.

De vuelta en Sidney, me metí a un trabajo que la verdad nadie quería, pero que según el dueño de la empresa, se podía ganar más que en cualquier otro. Se trataba de vender cuadros desconocidos puerta a puerta. La paga era sólo una comisión. Los primeros días fueron terribles; sin poder vender un mísero cuadro, trabajando todo el día y llegando con cero pesos a la casa, empecé a desmotivarme.

Al tercer día decidí que al final de la jornada renunciaría, pero por cosas del destino, en la última puerta que toqué, me compraron 5 pinturas ganando 400 dólares. De ahí en adelante, fue el mejor trabajo del mundo. Siempre con una sonrisa, pude vender lo suficiente para llegar a ganar más de 2500 dólares semanales.

Además de la retribución económica, este trabajo me ayudó bastante a mejorar mi inglés a través de negociaciones con clientes y conversaciones con viejitas solas que lo único que querían era que alguien las escuchara. Fueron cuatro meses de alegrías, conocer muy buenas personas, lugares increíbles, culturas que hacen abrir los ojos y pensar que uno en Chile es solo un pequeño grano de arena comparado con el resto del mundo.


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