n agosto de 2005, viajé a Guadalajara, México, tras negociaciones con mi universidad parisina que no quiso dejarme cumplir con mi sueño de estudiar en Chile. De este país norteamericano no sabía mucho. Era como volar a otro planeta, pero al fin y al cabo fue fácil instalarse del otro lado del Atlántico: fuera de variaciones de estilo, idioma, costumbres, todos los seres humanos somos iguales.

Mis primeros días en la Universidad de Guadalajara, sin embargo, me mostraron algo contrario. Clases de tres o cuatro horas – son dos horas máximo en París – que empezaban con media hora de retraso y concluían bien antes de la hora, porque los alumnos estaban hartos de escuchar o ya habían salido del salón. Hacían pausas para fumar, desayunar, platicar y yo quedaba boquiabierto.

El grupo de estudiantes de intercambio se formó rápido. Todo el mundo se conocía, sabía su historia y era fácil. Pero las fiestas eran más alegres cuando estaban Rodrigo, Teresita e Iván; el cine era más “guey” cuando no era en el centro comercial sino en la salita del barrio; las frutas del mercadito de mi colonia eran mejores que las del supermercado.

Rápido me aburrí en los antros y bares llenos de cervezas conocidas donde las conversaciones eran siempre iguales: “¿de dónde eres?; “¿qué haces acá?”, y “¿hasta cuándo te quedas en México?” No estaba acá para reconstituir una pequeña Europa. Me escapé.

Conocí a una francesa solitaria y original, que resultó ser una compañera de viaje ideal. Hasta ahora nos vemos seguido y viajamos juntas. Todos los viernes, íbamos a la central de autobuses y decidíamos el destino con simplicidad, disfrutando de esta libertad.

Los conductores no nos tomaban en serio. Incluso uno nos olvidó en una estación de gasolina; ¡tuvimos que seguirlo en taxi porque las mochilas estaban dentro!

Bellos camiones nos llevaban a pueblitos de pescadores, a ciudades coloniales, a capitales modernas. Estos viajes fueron lo mejor que me ha pasado. Pronto dejé de burlarme de los campesinos que no sabían que Francia no es un estado de México o que preguntan si se habla español en mi país. En cambio, ellos sí saben hacer muebles de madera, cocinar rico para 50 personas en un par de horas, montar los caballos más salvajes y nerviosos.

En Creel, tierra tarahumara, conocimos a una pareja francesa que recorría toda América, de Alaska hasta Tierra del Fuego. Paraban dos o tres meses en pueblos indígenas y participaban de los trabajos del lugar. David y Julie, en su manera tan natural de convivir con estas familias que nunca supieron hablar castellano, se olvidaban de las famosas diferencias culturales para concentrarse en lo esencial: el vínculo que crece con el trabajo manual conjunto, con las noches frías y la música, el idioma más bello.

Ese año era el del Perú en México. Tomé un seminario sobre los incas con un antropólogo peruano, que me fascinó, y que consiguió una cosa que no tiene precio: me dio las ganas de seguir mi camino en este continente. Y fue el escritor Mario Vargas Llosa quien terminó de convencerme, cuando lo conocí en la Feria Internacional del Libro. Sus textos llegaron a inspirarme otro proyecto y otro viaje que hice al Perú un año después.


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